EL ESPEJO VACÍO

El hoyo es lugar común para personas y sociedades cada cierto tiempo. Y es en los agujeros donde se hace cierto el tópico de que lo peor no es caer sino ser incapaz de levantarse, de salir. No hay nada extraño ni terrible en tropezar; sí lo hay, y mucho, en no poder retomar el paso. 

La euforia del consumo, la vida fácil y el dinero barato se ha despeñado dramáticamente, nos ha cogido de la mano en su caída y, sobre todo, nos ha pillado en pelotas a efectos de fortaleza. Ahora miramos hacia arriba y vemos que salir va a ser complicado. No hay cuerdas para iniciar la remontada. El nervio moral no existe, la capacidad de sacrificio hace tiempo que no se entrena y el optimismo vital jamás comulgó con las ruedas de provisionalidad que le trae este molino social de la persecución de lo inmediato. Por lo menos de momento, no hay salida, sólo pesimismo.

Para alimento de la desesperanza, en el borde del socavón tampoco se ve a nadie. Ninguna mano aparece para que nos aferremos a ella y con su tirón moral, nos saque de la oscura trinchera. 

Hubo otros hoyos, y de ellos salimos, pero siempre guiados por quienes ejercieron de vanguardia, de motor de la ilusión y espejo en el que mirarnos. Hoy, desesperados en la búsqueda de una imagen que retrate lo mejor de nosotros acudimos a ese espejo y lo encontramos vacío.

Ocurrió Trafalgar, ocurrió el 98, pero en ellos siempre hubo quien pudiera ponerse al otro lado. Alguien dispuesto a que cuando, desesperados, buscásemos un retrato válido de nosotros mismos, apareciese una buena cara. Un rostro de esperanza que invitase a vivir el futuro sin miedo ni abatimiento. Hoy no hay nada.

No hay Jovellanos, no hay Ortega, no hay constitucionalistas de Cádiz, no hay Baroja, ni Maeztu, ni Goya, ni Machado…no hay nadie, ningún ariete que deshaga el tapón de pesadumbre y falta de empuje que ciega la salida del hoyo. El espejo, está vacío. Y no creo que debamos extrañarnos.

Llevamos años, décadas, apedreando ese espejo. Desde abajo hasta arriba, la primera pedrada comienza por un sistema educativo disparatado cuyo fruto más magro son personas convertidas en tristes máquinas de consumir y gastar. Para arreglarlo, nuestros modelos y paradigmas del éxito dan como resultado un inmenso rebaño de gente que conoce el precio de casi todo y el valor de casi nada.

Subiendo en la escala, el desprestigio y vaciamiento que se ha promovido hacia nuestros círculos profesionales es espantoso. Los facultativos de toda índole se parecen hoy horriblemente a la aldea de Astérix, cercada por una romanización de lo vulgar que amenaza con acabar con ellos definitivamente. Esta suicida poda de los mejores no es más que la consecuencia de unos muy majaderos prejuicios ideológicos hacia la palabra y el significado de “élite”, junto a una interesada moda empresarial que no busca buenos profesionales, sino profesionales baratos.

Como colofón, hace tiempo que han renunciado a acudir a ese espejo de la esperanza muchos nombres ilustres que podrían ser vanguardia, pero que huyen espantados al contemplar el penoso espectáculo del cristal roto. Más aún mientras se saca brillo constantemente a otro, el de los nuevos héroes,  las nuevas estrellas, gente con una moral y catadura tan de plástico como el que contienen sus neumáticos morros. Mercaderes de intimidades y demás historias repugnantes que hacen las delicias de una sociedad de moral fofa, miedosa y acomodaticia.

No hay nadie en el espejo, está vacío, y el hoyo es cada vez más negro.