La
última vez que te acompañé en el hospital te dieron una habitación en un bajo. Yo
salía de vez en cuando a fumar y hablábamos por la ventana abierta, tú tumbada
en la cama, yo fuera. Hace poco atravesaste otra ventana, una desde la que aún
puedo hablarte, pero que pertenece a una habitación en la que ya no puedo
entrar, ni dormir contigo.
Tú fuiste la ventana desde la que empecé
a ver el mundo, la que me regaló el privilegio de ser tu hijo, la que me enseñó
cómo y por dónde empezar, la que me ofreció un paisaje que siempre se debía
mirar desde el optimismo y el atrevimiento.
Eres la tierra que me parió, esa misma
tierra a la que ahora has vuelto, y yo quisiera excavar a brazadas de amor para
volver a verte.
Amor eterno, e inolvidable.
Fuiste lo que me trajo y eres lo que ahora me llevo, lo que podré dejar el día que volvamos a estar juntos.
Eras cromos de la Pantera Rosa, tebeos de
El Jabato, Tigretones, mi primera entrada para ver al Atleti, beso largo y mejilla agradecida. Refugio seguro,
penitencia justa, confesionario siempre abierto y al final abrazo. Enormes ojos
verdes, que a veces me miraban de una forma que jamás podré describir, pero no
olvido, porque la magia no se puede contar, se siente, se vive y se disfruta.
Risa abierta y sonora, ternura infinita y madre de una pieza.
Además guapa, tan guapa…
Fuiste tú quien me enseñó a no tener
miedo, porque tú nunca lo tenías, y creo que ése es tu mayor regalo, el que yo más
venero. Tú también, quien me animó a visitar el espejo de vez en cuando para
comprobar si podía mirarme en él sin reparo.
Mujer de una vez, siempre de cara, razones
en mano. Pacifista que nunca rehuía una pelea cuando creía que “no quedaba sino
batirse”, pero generosa al final para marcharse en paz con todo el mundo. ¡Qué
lección tan grande!
Gladiadora incansable de los principios, luchadora
del deber ser, matrona romana de raza secular. Semilla antigua, raíz firme y
tallo hermoso, amante de las ramas. A veces zapatilla voladora. Pero también,
en palabras de algún amigo mío, la primera “madre moderna” que conoció.
Porque eras discos de vinilo, música a
todas horas y “rock& roll” bailado en el salón. Fuiste Neil Diamond, Miguel
Ríos, Brenda Lee, The Platters, Los Bravos y los Everly Brothers. Pero sobre
todo Elvis…ése que cuando se fue dijiste que se había llevado tu juventud;
afirmación falsa porque joven es quien siempre mira hacia adelante y planea
para mañana, como tú hiciste hasta el último día. Quien no entiende emprender
nada si no es con la ilusión de una niña, la que siempre estuvo en ti. Porque
fuiste extrañamente capaz de ser madre y niña, adolescencia vivida con pasión
cuatro veces: la tuya y la de tus tres hijos… supiste contarnos con maestría
cómo afrontar el vértigo y disfrutar el camino de crecer.
“De Madrid al Cielo”, literalmente. Cuesta de
San Vicente, Plaza de España, Palacio Real, San Antonio de la Florida, Jardines
de Sabatini, Jesús de Medinaceli, Plaza de la Cebada y Gran Vía. Ese Madrid
habitaba en ti más de lo que tú habitabas en él, porque eras su aroma, una
Cibeles montada en ese carro que siempre apuntaba a la vida, mataba las penas
con el tridente de Neptuno y miraba más alto que el Edificio España. Tenías la
luz de esta ciudad añeja que amabas, la misma luz del cielo de septiembre que
te recibió la mañana que te marchaste.
Fuiste estribo de mis arranques de
caballo y espuela de mis paradas de burro. Amparo cierto, consuelo infalible,
mantel de alegrías, cocina de consejos y trastero de penas. Confidente
frustrada cuando comenzó a asomarme el pelo en la cara y yo a guardarme algunas
cosas, todas las que te voy a ir contando a partir de ahora.
Siempre madre, siempre con la sabiduría
de volver a hacer niño a un adulto. Como cuando yo te trataba de convencer de
que vencerías al traicionero mal que te agarró, y tú me dabas la razón, a pesar
de saber lo que había. Para que, otra vez, nada me expulsara de mis infantiles certezas,
nada me despertara de ese pueril sueño que me contaba que eras invencible.
Y cuando corté la cuerda para salir del
puerto, elegancia y generosidad de mujer grande que miró la vela marcharse con alegría,
orgullo de una misión cumplida. Luego, sin soltar jamás el cabo, sin apagar la
luz del faro, supiste abrir otra dársena que decía “abuela divertida”.
Combatiste enérgica contra esa garra negra
que era más poderosa que tú, con esa actitud marca de la casa, porque siempre
fuiste firme con el fuerte y tierna con el débil.
Y al final, cuando te tocó atravesar la
nueva ventana, lo hiciste valerosa, genio y figura, oponiéndole esa mirada
verde sin tapujos, aceptándola de frente, sin perderle la cara. En la certeza
de haber estado aquí para hacer la vida, no para vivirla, legado de una deuda
que no está hecha para ser pagada, sino transmitida.
Te querré siempre, madre, nunca te
olvidaré. Y sé además que sigues estando ahí, al otro lado de la ventana.
Me he quedado sin palabras de tan hermosas que son las tuyas pero quiero decirte algo: el mayor mérito de tu maravillosa madre fue tenerte y forjarte. Lástima no haberla conocido para haberle cantado un buen chótis.
ResponderEliminarMe uno a tu dolor y lo comprendo.
Efectivamente, la tendrás siempre, aunque no la veas porque la ventana siempre estará abierta.
¿Cómo no quererte, hermano?
ResponderEliminar¿Cómo no querer a tu eterna madre?
Sigue, hacia delante siempre, mirando al frente con alegría y firmeza. tras esa impagable trazada que ella marcó para ti, que como bien sabes es la tuya propia.
Quiérete y quiere,
Hasta pronto y hasta siempre
Un abrazón de los nuestros
Pepe