En Arlington no sólo enterramos al Soldado Ryan. En Arlington
sepultamos, quizá para siempre, una manera de entender el mundo y una humanidad
distinta.
La
Segunda Guerra Mundial fue seguramente la última ocasión en que la sociedad
occidental aceptó que sus hijos marcharan a morir por una idea, por algo
intangible, pero vital. La última vez en la que muchos jóvenes dieron por buena
su vida, si con esa ofrenda contribuían a defender cosas que no pueden tocarse,
comprarse o venderse. Cosas que no cotizan en los mercados, pero que vivían en
el corazón de mucha gente con arraigo y devoción.
Los
que dieron sus últimos pasos en la playa Omaha lo hicieron oponiendo a las
ametralladoras su determinación de que algunas cosas perduraran y no fueran
sustituidas por otras. Lo hicieron por ellos, pero no para ellos, sino con la
mirada puesta en quienes vendrían después, y al mismo tiempo, con los ojos
enfocados en lo que habían heredado. Lo hicieron como homenaje a algo en lo que
creían.
Arlington
son 200 acres de altar, de ara en la que miles dan forma a un testimonio
silencioso y auténtico de la ofrenda que puede hacer necesario caer en el
infierno de Bastogne para derrotar a un genocida, morir en el Marne por no
aceptar las imposiciones de visionarios nacionalistas o hacer un corte de
mangas a la muerte y la teocracia en Guadalcanal.
No
resultaría hoy fácil convencer a nadie de que se meta en una trinchera a
escuchar una sinfonía de balas para defender conceptos, valores, principios…
Quizá en alguna otra parte del mundo, pero no en este durmiente edén; no en
este colchón de complacencia y falta de pulso que únicamente existe porque
otros se dejaron matar por él hace más de 70 años. Hoy, por una idea, la gente
no está dispuesta ni a pasar frío.
Creo
de verdad que fue en aquellos terribles 6 años cuando dimos lo que, en ese
mismo conflicto, Churchill calificó como “la mejor hora”; el pico absoluto de
una mezcla prodigiosa por la que ellos dieron un paso adelante.
Ellos…
porque en ellos estaban Las Termópilas, Alesia, la carga de los tres reyes en
Las Navas y Lepanto; Platón, Descartes y Kant…Ben Franklin, Jefferson y
Montesquieu. Ellos eran La Bastilla, Velázquez, El 2 de Mayo, Mozart, Cervantes,
la Catedral de Chartres y Leonardo da Vinci. En Las Ardenas soportaron la artillería Dickens,
Isaac Newton, Shakespeare, Madame Curie y Gutemberg; en Okinawa cayeron ellos
por el apóstol San Pablo, Trajano, Lutero, Cristóbal Colón y el “ya lo pensaré
mañana” de Scarlett O´Hara.
Marco Polo, Hipatia de Alejandría, Joe Louis, Amelia Earhart y Jesse Owens…todos
ellos estaban en el lejano puente de Arnhem pidiendo a aquellos héroes que
aguantaran un poco más, dándoles aliento.
Y
tanto más que se me olvida, estuvo en juego aquella vez, aquella última ocasión
en la que el empeño en impedir que la barbarie arrasara a la civilización fue
colectivo.
Y
aunque lo cierto es que geométricamente no es posible una cumbre sin que le
siga una caída, a uno le gustaría que la pendiente hubiera sido más tendida.
Quisiera
haber sido capaz de empujar a un planeo más largo a todo aquello que soy en
virtud de una deuda. Todo aquello por lo que murieron sólo unos pocos, esos
pocos y algunos más a los que, otra vez Churchill, tanto les debemos tantos.
A
veces pienso que la lección que nos dieron fue demasiado grande; quizá la
muestra abierta y sin tapujos de la ofrenda más digna despierta admiración,
pero también miedo…el vértigo inevitable de enfrentarse a la posibilidad de
morir, sin la certeza de que lo que ya no vas a ver se corresponda con el
precio. Asumir el terrible destino de haber venido para irte pronto, por
defender cosas que sólo se pueden describir con palabras.
Si
abrieran los ojos, me gustaría poder mirarles y darles las gracias, pero me costaría
trabajo explicarles cómo es posible que lo que costó 4.000 años, por lo que
ellos cayeron, vaya camino de ser vano en menos de 100.
Nunca
como en las décadas que siguieron a aquello, avanzó tanto y tan rápido la
Libertad, culminando en 1989 con la caída del vergonzoso muro que dividía a
Europa en dos. Ellos lo hicieron posible, demostrando al mundo que su credo
valía más que sus vidas. La tiranía fue perdiendo empuje al comprobar que había
una civilización que estaba dispuesta a sobrevivir al precio que fuera, con las
armas y sin ellas.
Desde
entonces, a la borrachera de éxito le ha seguido la resaca que vomita en las
áreas nobles de la casa. Es cierto, nada es eterno, pero quizá le recuperación
de nuestra identidad sería más fácil si fuésemos capaces de tener presente,
siempre, lo que hay sepultado bajo la tierra roja de Virginia.
La
extensión de la información, que paradójicamente tanto desconocimiento
conlleva, el acceso fácil a todo, los discursos buenistas, las promesas de
premios sin factura y la pérdida de la capacidad de asombro…puede que sea todo
esto que no envenenó a James Francis Ryan, lo que nos haya hecho preferir
perder la vida a morir.
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