Cuando
aún se desconoce lo rápido que pasa el tiempo, es difícil plantarle cara desde un lugar
nuevo. No es sencillo tener que levantar lo que todavía es promesa de vida y montarla
en otro sitio en esa edad en la que mirar atrás no existe y nuestros ojos sólo saben
devorar vivencias a dentelladas de estreno. Volver a comprometerse con uno
mismo en la confusión de quien escasamente sabe quién es, por mucho que se sienta
ya el torrente de la identidad emergente, y recomponer un
principio a partir de algo que parece tener más de final. Conclusión de etapa,
que recién brotaba, para empezar de nuevo.
Resulta paradójico recibir lecciones
de aquéllos a quienes se supone que debes enseñar, pero ocurre. Y creo que hay
que saber aceptar que el aprendizaje no tiene edad, como no la tiene la
maestría; menos aún cuando se enseña desde la actitud y el vivir, cuando los
que aprendemos no tenemos que escuchar, sólo mirar.
A mí, estos
dos de las fotos, mis hijos, me están enseñando mucho. De ellos estoy
aprendiendo que no hay mejor motor que la ilusión, ni mayor tirón que
sostenerle a la vida la mirada y devolverla una sonrisa, aceptando sus propuestas. Lo digo con cierta
admiración, y me rindo a quienes saben sacar lo máximo de una decisión que se
tomó por ellos: la de dejar atrás su casa, su gente, su ambiente, lo conocido…
y ser puestos de un día para otro a crear todas esas cosas desde cero.
A cada poco, me pongo a hacer
balance, y me regodeo en el solo hecho de verles crecer. En contemplar lo que
les queda por andar, y tratar de acompañarles un poco esa senda que yo ya
recorrí, para poder cumplir una forma de felicidad que consiste en vivir varias
veces: una como protagonista, otras como espectador y esperando que lleguen más
ocasiones, el día en que ellos estén donde hoy estoy yo.
Por el camino, seguiré recibiendo
lecciones, haciendo bueno aquello que me decían en casa de que la humildad es
una estupenda guía de viaje, y trataré de que ellos también sean capaces de adoptarla
como compañera.
Pondré mi empeño en que
comprendan que uno no es lo que dice, ni siquiera lo que piensa, sino lo que hace.
En que, en esta edad en la que se suspira por la potencia, comprueben que el
circuito de la vida tiene pocas rectas, y que lo que te hace ganar carreras no
es la velocidad punta, sino un buen paso por curva.
Les contaré, mil veces más, que
nadie tiene derecho a asustarles, les animaré a reírse del miedo y a entender que
los sueños viajan en trenes que paran pocas veces, y que apearse de ellos es
voluntario. Que sólo soñar, y dar de comer cada día a los deseos, es de
valientes.
Recordaré quien fui, y así entenderé
mejor lo difícil que es dominar una fuerza que somos nosotros, cuando crecer
consiste muchas veces en aprender a domar un brío incontenible que brota con
tanta pujanza como el bigote, y generalmente al mismo tiempo. Algún día sabrán
que susurrar a los caballos es una buena forma de sujetarlos, pero sin soltar
las riendas.
Me dolerán sus tropiezos, tendré
que aceptar que no hay camino sin piedras, como no lo hubo para nadie. Les veré
caer, y mi esperanza estará en esperar a que se levanten, se sacudan el polvo y
sepan distinguir cuándo se rodea una piedra y cuándo se le da una patada.
Les intentaré hacer amantes del “deber
ser”, y enemigos del “es”, porque de esa manera se forjan los ideales. Y por
eso, desearé que lleguen a la certeza de que la necesidad de escuchar no pone
en peligro tu criterio.
Porque me gustaría que se tomaran
esto del vivir como ese fútbol que tanto adoran: un juego en el que hay que
ganar…jugando bien.
Tendré que encontrar la manera de
asumir que es necesario apartarse un poco más cada vez, hacer la cuerda más larga y
finalmente soltarla, en la esperanza de que la satisfacción compense la
inevitable amargura.
Y por encima de todo, pondré de
mi parte para que quien mañana les juzgue pueda decir de ellos algo tan simple
y tan importante como que son buenos.
Mientras, seguiré aprendiendo.
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