viernes, 11 de diciembre de 2009

No Estuve Allí

Desde que me dedico a volar he tenido bastante suerte con los acontecimientos deportivos. No puedo quejarme, la Diosa Programación ha tenido a bien depararme días libres en no pocos triunfos de Nadal, en los dos Campeonatos del Mundo de Fernando Alonso o en bastantes partidos de mi "Atleti". La eliminación de España del Mundial de 2006 la vi en un hotel de Santiago de Compostela, en el que se habilitó una sala con pantalla gigante para los huéspedes. Aquel día, como todos, hubiera querido estar en casa.

Pero nunca sospeché lo que me estaba perdiendo hasta que, acabado el partido, llamé a mi familia y oí a mi hijo de cinco años llorar con un desconsuelo demoledor, propio de decepciones recién estrenadas, de primer encuentro con algo tan inherente a la vida como es la derrota.

Aquel llanto a través del teléfono me produjo un nudo en la garganta, me estrujó el alma, me persiguió hasta la almohada y se levantó conmigo a la mañana siguiente. Me he perdido fiestas de fin de curso de mis dos hijos, funciones de Navidad, algún cumpleaños...pero aparte de una ocasión en la que estuvo enfermo de cierta gravedad y yo me encontraba en Berlín, nunca he sentido la necesidad de estar con Pablo como aquel día de verano de 2006 en el que Zidane y compañía nos mandaron para casa.

Ya he dicho más de una vez, en este mismo lugar, que cuando elegí esta profesión sabía los sacrificios que comportaba, como sus ventajas. Pero en ciertas situaciones resulta tremendamente complicado acostumbrarse a estar a miles de kilómetros de los tuyos, sin posibilidad inmediata de ir hacia ellos. Esas situaciones, lo comprendí entonces, pueden llegar a incluir un partido de fútbol; abarcan a todas aquellas ocasiones en las que un niño puede necesitar a su padre, sea por algo realmente importante o no. El caso es que me perdí ser yo quien tratara de enseñarle la elemental lección de que la desilusión forma parte de la existencia. De consolarle convenciéndole de que el deporte, como la vida, siempre es un camino de ida y vuelta, y a cada caída le sigue una oportunidad de triunfar que no tarda demasiado en presentarse. Lo hubiese dado todo en aquel momento por haber sido yo quien secara sus lágrimas y le abrazara como sólo puede abrazarse a quien acaba de descubrir en cuántos jirones puede quedar rota la expectativa más querida.

La final de la Eurocopa me cogió en Nueva York. Podíamos verla, no nos recogían hasta dos horas y media después del final del partido, así que toda la tripulación nos fuimos a un bar irlandés situado entre la calle 35 y la 6ª Avenida, ataviados de bufandas. Lo viví con la lógica intensidad, y en los pocos respiros que daba, mi recuerdo se marchaba siempre e inevitablemente hacia Pablo. Casi podía verle, la mirada pegada a esa pantalla que le regalaba emociones vestidas de rojo, sus ojos con el brillo del recreo en el espectáculo y la olla a presión de un corazón de tan sólo siete años rebosando el júbilo que anegaba el ambiente.

Cuando Fernando Torres elevó nuestras ilusiones por encima del portero alemán en el minuto 33 y disparó el afán olvidado de una nación escaldada de fracasos futboleros, para convertirlo en millones de empellones que encerraran aquella pelota en la jaula de los sueños, un irresistible torrente de júbilo me brotó de lo más profundo, se elevó a mi garganta y levantó mis manos y mi mirada al cielo, buscando los ojos y las manos de Pablo. Mi hijo no estaba conmigo y, sobre todo, yo no estaba con él, pero cierta magia existe para quien está dispuesto a creer en ella. La que es capaz de unir corazones a través de un océano, aunarlos en un sentimiento que hace presentes a quienes se encuentran lejos y ponerlos en una inverosímil cercanía.

En aquel minuto 33, Fernando Torres fue "El Niño" que porfió por aquel balón imposible con la insobornable y tan infantil ofuscación de quien se niega a bajarse de sus sueños. Fue un niño quien nos trajo aquel momento que hizo felices a otros muchos, entre ellos al mío.

No estuve allí, aquella vez tampoco. No estuve para ver con mis ojos cómo le llegaba a Pablo aquella alegría inconmensurable preñada de una revancha dormida dos años, que no son nada, pero que a un chaval le parecen una eternidad. No estuve para poner el segundo y último capítulo a esta enseñanza con final feliz cuyo primer episodio ya me había hurtado el destino.

No estuve para entender esa extraña e incansable fe que tienen los niños y que a cada momento les susurra al oído que ellos pueden meter ese gol algún día, por mucho que los adultos tratemos torpemente de apearles de quimeras que otro niño acababa de demostrar que pueden ser reales.

No estuve allí, es cierto, pero también lo es que pude sentirlo como si estuviese. Y sobre todo es verdad que, durante un instante prodigioso y extraño no estuve… pero fui, puedo jurar que fui él.

Fui Pablo.

4 comentarios:

  1. Hola primo, no puedo creer que este post tuyo no tenga ningun comentario. Me ha encantado. Un abrazo

    JL

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  2. Admirado Oscar. Me ha encantado. ¡Qué bien has sabido plasmar esa pequeñas emociones! Pablo tiene mucha suerte teniendote como padre. Estoy segura que todo el tiempo que pasas con él es de gran calidad y no lo digo como topicazo si no por que lo creo realmente. Guarda bien todos estos escritos para que los lee cuando los sepa entender.

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  3. Oscar, ¿estás seguro de no haber errado la vocación?. He volado mucho, pero tambien hace mucho tiempo y, lógicamente, no recuerdo haber escuchado tu nombre como "... el Comandante X y su tripulación...." Lom que quiero decir es que entiendo que elegiste tu profesión a conciencia, pero tal vez sería interesante que no perdieras de vista tu faceta de narrador. No es fácil describir con tanto realismo tus experiencias y tu "morriña", me parece conocer ya a Pablo y, como dice Olga, los hay con suerte (sin renegar del mío, por supuesto). Un abrazo, Socorro

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  4. ¡Qué bonita narración! Acabo de "aterrizar" por casualidad en este blog y, como plasmadora habitual también de mis sentimientos y vivencias en la hoja en blanco, no tengo más remedio que felicitarte por tu prosa cercana, amena y bien expresada. Sigue así.

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