Si eres un rendido aficionado al boxeo, como yo, sabrás quién fue Mohammed Ali; si no lo eres, también lo sabrás, por que Ali es sin duda uno de los iconos del siglo XX, alguien cuya notoriedad trascendió al ring con creces, y jamás dejó indiferente a nadie.
Mohammed era aficionado a grabar las conversaciones telefónicas que tenía con su círculo más íntimo, y algunas se conservan hoy. Existe una en la que le pregunta a su hija de corta edad, Maryum, algo muy simple, pero que a la vez tiene un enorme significado:
“Maryum ¿Cuál es tu propósito?”
Creo que Ali sabía cuál era el suyo, y sabía también que ese propósito iba más allá de su carrera deportiva, era independiente de ella y ni siquiera se vio afectado por un final profesional que estuvo muy poco a la altura de su grandeza. No era el envoltorio lo que importaba, sino el contenido del paquete.
De cualquier manera, no es mi intención hablar del propósito de Mohammed Ali, sino del tuyo que estás leyendo o del mío que estoy escribiendo, y reconozco que me he lanzado a ello sin pensarlo demasiado, sin un análisis previo muy profundo, pero el tema me ha parecido de una importancia tan vital que no me he podido resistir.
Creo que el propósito es algo que va mucho más allá de nuestras acciones, ambiciones, metas o logros. Incluye todo eso, es cierto, de la misma manera que abarca nuestras relaciones humanas, nuestras emociones y nuestros sentimientos, pero creo que es algo más grande.
Enunciar el propósito personal sería para mí algo así como la declaración de aquello que vamos a significar para el mundo, designaría a todo lo que habrá aquí cuando nos vayamos y no estaba cuando vinimos… lo que dejamos y su influencia. Una aceptación firme, voluntaria y activa de aquello que dice el General Máximo en su arenga de la película “Gladiator”: “Lo que hacemos en esta vida, tiene su eco en la Eternidad”.
Lo cierto es que todo lo que nos rodea tiene un propósito, como le dice Mohammed a Maryum: “Si las vacas, las estrellas, el sol…todo lo que Dios ha creado tiene su propósito, tú también has de tener el tuyo”. Y esto es independiente de que nuestro enfoque sea religioso o no, de que seamos malos o buenos o de que el punto de partida de nuestros credos sea más o menos trascendente, porque es evidente que todo tiene un propósito, una misión. Y un regalo, que es la trascendencia de lo que hagamos, que llega mucho más allá de nosotros, del espacio físico que no podemos ver y del tiempo que nunca veremos.
Creo importante hacer una parada técnica aquí, porque no sería raro que el lector piense que me estoy refiriendo a la existencia de un plan universal diseñado por algo mucho más grande que nosotros y en el que todo lo que existe no tiene ni capacidad de elección ni poder de decisión. No es así, o no del todo.
Es cierto que formamos parte de un entramado milagroso en el que cumplimos un cometido a través del que podemos significar algo en un lugar que no es lejano y un momento que se nos escapará algún día, pero no es verdad que no podamos decidir el qué y el cómo. La voluntad, el albedrío y la libertad de elección son dones que se han puesto a nuestra disposición como mecanismo para decidir qué papel vamos a jugar en este plan. Por eso Mohammed se lo pregunta a su hija, porque a diferencia de las estrellas, el sol y las vacas, ella sí puede responder, y decirle, en un ejercicio de voluntad explícito, qué quiere ser y qué quiere significar.
Para tener un propósito no hace falta ser Mohammed Ali, no es necesario ser Campeón del Mundo de los Pesos Pesados ni un mundialmente notorio luchador por aquello en lo que se cree. El propósito no viene en escalas, ni en paquetes de distintos tamaños. El pequeño escarabajo tiene un propósito, como lo tiene el fabuloso tigre del Amur; lo tiene el plancton, como lo tiene el Gran Blanco. Lo tienes tú, como lo tuvo Churchill. Lo tengo yo, como lo tuvieron Velázquez, Trajano, Elvis, Henry Ford, Marie Curie, Newton o la madre Teresa, y el hecho de que algunos sean de una espectacularidad apabullante, no empequeñece al resto. Primero porque no todos los propósitos pueden ser de dimensiones hercúleas, o no habría escarabajos que favorecieran el crecimiento de las plantas que alimentan a la gacela que hace posible al tigre; pero segundo y fundamentalmente, porque podemos, a nuestra escala, continuar su propósito o inspirarnos en él para configurar el nuestro. Porque lo que ellos dejaron tras de sí, su propósito, nos lo entregaron a todos, se lo entregaron al mundo, que es algo que podemos hacer nosotros.
No todos nos sentamos en la mesa de la vida con las mismas cartas, cierto, pero eso no obsta a ser protagonistas de nuestras vidas a través de un propósito. Todos sabemos que existen futbolistas que juegan de maravilla al balón y tienen una técnica excelente, pero acaban significando poco en un partido, mientras que otros no tan dotados técnica o físicamente, tienen una tremenda influencia en el juego. No es lo que sepas hacer, es qué va a significar tu participación.
Tener un propósito, o más bien ser consciente de él, es además una ayuda. Las ambiciones fracasadas, los cambios inesperados, los proyectos rotos, las pérdidas dolorosas…se hacen más comprensibles cuando somos capaces de encuadrarlas en algo más grande, cuando somos capaces de disociarlos de lo que somos. Porque al final, tener lo que tienes, conservarlo, alcanzar los logros que te llenan o tu capacidad para trazar planes depende mucho de ti, pero no deja de estar limitada, mientras que la elección de quién eres es plena e ilimitada. No eres lo que tienes, lo que planificas o lo que logras, eres tú, una persona que pone en marcha el resorte de su libertad para elegir, precisamente, quién es.
Por cierto, la respuesta de Maryum a su padre fue: “Ayudar a los demás”.
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