lunes, 29 de julio de 2013

ACEPTEMOS EL ERROR



Hoy no voy a hablar de Pilotos, o no sólo de Pilotos. Hoy quiero escribir sobre todos los profesionales facultativos o técnicos, ésos que toman decisiones de acuerdo con los conocimientos propios de su saber profesional, su código deontológico, su experiencia… pero en ocasiones se equivocan. Estoy pensando en pilotos, claro que sí, pero también en médicos, arquitectos, conductores de trenes, capitanes de barcos.

Quiero hablarles de ellos y de cómo encaja sus errores la sociedad a la que sirven y para la cual trabajan. Quiero ante todo dejar claro que cuando hablo de errores no me refiero a las consecuencias que se puedan derivar de culpa, negligencia, incumplimiento de reglamentos o actuaciones temerarias; estoy hablando de simples equivocaciones, de las que nadie está a salvo por la propia condición humana de la especie a la que pertenecemos.

La sociedad occidental hace mucho que vive en una permanente orgía del acceso de todos a todo, aunque últimamente minorada por la crisis económica. Hoy hay muchísimas cosas al alcance de casi todo el mundo que no hace mucho estaban vedadas a quien no fuese un potentado. Compramos barato y a plazos, adquirimos unos bienes y servicios a los que presumimos una serie de características que, de forma maquinal, damos por sentadas. 


En nuestro cálculo la Seguridad no es a veces ni siquiera un elemento que entre en el terreno de las dudas; la fe ciega en la tecnología y la confianza absoluta en controles de calidad que no conocemos sitúan al temor al desastre y la tragedia muy lejos del catálogo de nuestros temores.



Por otro lado, la simple popularización de las cosas, su puesta en la calle de manera cotidiana provoca que las quitemos importancia, que despreciemos el cuidado proceso de elaboración que puede llegar a preceder a lo que adquirimos, y que ignoremos de manera soberbia, inconsciente pero tremendamente soberbia, la cantidad de sacrificios, estudios, fracasos, dedicación y tesón que durante siglos ha tenido que aportar un montón de gente para que cosas como una operación de apendicitis sean hoy algo poco menos que rutinario. La pérdida de la capacidad de asombro ha llegado a su estado más aberrante, consistente en la confusión del valor real e intrínseco de las cosas, de la dificultad para llevarlas a cabo de manera eficiente y segura, de su mérito, con su precio y su cotidianeidad.

No llegamos a considerar ni a valorar en su justa medida el factor humano. Pasamos olímpicamente por encima de una realidad: que muchos de los servicios que compramos tienen como elemento central, indispensable e imprescindible a una persona. Un profesional que por mucha diligencia que ponga en su labor, por mucho celo que emplee en ofrecer el mejor de los productos y por muy consagrado que esté a su profesión, no está libre de cometer un error, de equivocarse. Es entonces cuando toda esa confianza pacata en lo que puede comprar nuestro dinero se torna en ira y frustración, cuando la realidad de la falible condición humana nos sitúa en una parcela afortunadamente pequeña pero indeleble de las cosas. Cuando nuestra educación consumista y nuestra creencia de encontrarnos en la cima del Mundo por el hecho de poder costearnos las cosas, nos impide ver que existen algunas a las que ni siquiera todo el dinero del Mundo alcanza a comprar, desgraciadamente. Es entonces cuando demandamos al médico. Y no por su negligencia, ni porque no siguiera los protocolos adecuados, ni porque actuara con un exceso de confianza doloso y temerario.

No. Le demandamos porque se equivocó.

Cuando tanto el Estado como la sociedad ponen en nuestras manos la realización de una actividad socialmente beneficiosa, lo que hacen es depositar su confianza en que nuestro saber será el pilar fundamental sobre el que se van a edificar la integridad y la calidad del resultado final. La Administración certifica que reunimos las condiciones para realizar correctamente una labor por haberle demostrado que poseemos los conocimientos y pericia que la nutren, y la sociedad nos entrega algo tan importante como la garantía de su Seguridad. Es decir, ambos confían, “a priori”, en nosotros. Posteriormente, si faltamos a esa confianza por la comisión de actos dolosos, negligentes, temerarios o por no someternos a la legislación vigente, seremos sujetos de sanciones administrativas, penales, e incluso demandas personales. Pero ¿los simples errores? ¿Es justo sujetarlos a ese mismo régimen? ¿Puede retribuirse de alguna manera una labor en la que el error conlleve la ruina personal y profesional?

Más aún. Me parece profundamente inmoral que de alguna manera se pueda exigir la infalibilidad de aquellos cuya formación se está recortando de manera nada disimulada. Los pilotos cada vez son entregados al mercado laboral con menores horas de enseñanza y con una exigencia curricular que parece haber pasado por Corporación Dermoestética.


La Universidad pública, fuente de muchos profesionales facultativos, se encuentra en un estado de masificación y postración que hace ciertamente difícil que éstos puedan alcanzar lo que antes se conocía como Excelencia, y las recientes filosofías educativas que afectan a nuestros hijos tienden a borrar el amor por el trabajo bien hecho. El recorte de costes afecta, y de qué manera, a la formación de las personas que han de entregarle a Vd. aquello por lo que pagó. Con melones: para que Vd. compre barato es absolutamente necesario que se haya invertido menos en la formación de quien puede llegar a ser responsable de su seguridad personal.

Precio no es igual a valor, pero el precio de las cosas sí depende de cuánto se haya invertido en ponerlas en el escaparate. Y aunque, como he dicho, la Seguridad no la compra el dinero, es de perogrullo que una mayor inversión en formación minimiza las posibilidades del error, aunque reducirlas a cero sea imposible. Y todo ello sin pararnos a examinar (porque daría, y de hecho ha dado para varios libros) la cantidad de factores que coadyuvan decisivamente al error, y cuya incidencia está archidemostrada.

Tanto la Administración como la sociedad nos otorgan un crédito como profesionales que nos exige el atenernos a una serie de reglas elementales, actitudes honradas y dedicación profesional que debemos observar, pero eso no incluye la infalibilidad. La infalibilidad humana ni es posible, ni es exigible, ni desgraciadamente se puede compensar retributivamente. 

Y cuando los mismos que se atreven a exigir esa infalibilidad son los que cada día minoran y rebajan las exigencias en las condiciones de acceso a las profesiones facultativas, el resultado es de una tremenda hipocresía, puesto que nos otorgan cada vez menos medios para que nuestro acto profesional sea de calidad, al tiempo que nos exigen que esa calidad esté exenta incluso de errores.  Por no hablar de los que se lucran desde su posición directiva empresarial, con la rebaja de los costes que implica poner la formación de los profesionales en el mercado de todo a cien.

3 comentarios:

  1. Oscar, muy de acuerdo con todo lo que comentas. Yo lo único que cambiaría de tu entrada sería...la Comic Sans! :)

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  2. Oscar,

    Sabes, el problema es cuando no hay demanda para un producto excelente, tú puedes poner en el mercado lo que quieras, el problema es venderlo. Con la seguridad no se juega, ni siquiera para hablar en un blog, por eso están las normativas internacionales y los controles, luego está el consumidor que decidirá si quiere pagar más o menos por un determinado producto o servicio.

    Nadie pide infalibilidad a un profesional. lo que le pide es profesionalidad

    Aprovecho el blog para desearte todo lo mejor, creo que has tomado una decisión acertada ¡Suerte! Y te deseo suerte porque no siempre son los mejores los que triunfan, en muchos casos es necesario un poco de suerte, y yo te la deseo toda.

    Saludos

    Maria

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  3. Mucha suerte en Dubai !!!
    Luis

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