ERA el último en haber ido a parar al baúl, y en ocasiones podía ver a través de la tapa entornada a los niños pasar de largo. Aquellos niños, su vida, su única y verdadera razón de ser, le habían dado la espalda y metido en aquel pozo de olvido, le habían aplicado una súbita y dolorosa indiferencia, un desdén silencioso y brutal, como preludio a la inmersión en ese cofre de trastos viejos. Pero él no lo era, tan sólo hacía tres meses que había llegado a la casa, por el décimo cumpleaños de Rodrigo, el primogénito.
Recordaba con melancolía la imagen de aquel señor bien vestido que, sin mirar demasiado ni comerse mucho el tarro, le había cogido de la estantería en los grandes almacenes justo cinco minutos antes de las diez, hora en que cerraban. Recordaba viajar con él hasta la caja, una tarjeta Visa desgastada en sus manos, y sus comentarios acerca de la ruina que le traía aquél plástico dorado.
Cuando llegaron a casa, a su nueva casa, la fiesta de cumpleaños había acabado hace tiempo, y Rodrigo se había quedado dormido en el sofá; esperando a su padre, y sobre todo, para qué mentir, al regalo. El hombre del traje se disculpó, señaló que a fin de cuentas había salido antes de lo habitual por el día que era, y terminó con una frase que acabó haciéndosele familiar al juguete olvidado: “Vivimos como queremos, y hay que trabajar para seguir viviendo como queremos”. Poco más tarde, comprendió que “como queremos” significaba un adosado en una urbanización de la periferia, un BMW X5 con muy pocos kilómetros, colegios privados con actividades extraescolares que terminaban a las ocho de la tarde, unas vacaciones en Marbella que todos los años acababan pagándose con los plazos del tirano dorado de la banda magnética y los fines de semana en un club, donde la conciencia de los padres se llamaba guardería; conciencia imprescindible (los sábados por la tarde y domingos la chica libraba) para que ambos pudiesen jugar al golf o estrenar delante de un brandy los últimos trapos pagados a base de plástico dorado mientras hablaban de “warrants”, “costes financieros”, “zapatos ideales” o “cremas de bronceado ultrarrápido”. El hombre del traje siempre parecía contento cuando hablaba de estas cosas, excitado, ansioso…él y su familia tenían de todo…
Recordaba con melancolía la imagen de aquel señor bien vestido que, sin mirar demasiado ni comerse mucho el tarro, le había cogido de la estantería en los grandes almacenes justo cinco minutos antes de las diez, hora en que cerraban. Recordaba viajar con él hasta la caja, una tarjeta Visa desgastada en sus manos, y sus comentarios acerca de la ruina que le traía aquél plástico dorado.
Cuando llegaron a casa, a su nueva casa, la fiesta de cumpleaños había acabado hace tiempo, y Rodrigo se había quedado dormido en el sofá; esperando a su padre, y sobre todo, para qué mentir, al regalo. El hombre del traje se disculpó, señaló que a fin de cuentas había salido antes de lo habitual por el día que era, y terminó con una frase que acabó haciéndosele familiar al juguete olvidado: “Vivimos como queremos, y hay que trabajar para seguir viviendo como queremos”. Poco más tarde, comprendió que “como queremos” significaba un adosado en una urbanización de la periferia, un BMW X5 con muy pocos kilómetros, colegios privados con actividades extraescolares que terminaban a las ocho de la tarde, unas vacaciones en Marbella que todos los años acababan pagándose con los plazos del tirano dorado de la banda magnética y los fines de semana en un club, donde la conciencia de los padres se llamaba guardería; conciencia imprescindible (los sábados por la tarde y domingos la chica libraba) para que ambos pudiesen jugar al golf o estrenar delante de un brandy los últimos trapos pagados a base de plástico dorado mientras hablaban de “warrants”, “costes financieros”, “zapatos ideales” o “cremas de bronceado ultrarrápido”. El hombre del traje siempre parecía contento cuando hablaba de estas cosas, excitado, ansioso…él y su familia tenían de todo…
De todo. Ahora un magnífico Fórmula 1 dirigido por radio control para Rodrigo. Magnífico en verdad, porque el juguete jubilado era perfectamente consciente de lo bonito que era; quizá por eso entendía menos haber sido relegado al baúl. Lo sabía porque cuando vivía en la estantería veía las caras de los niños embelesados con sus aerodinámicas formas, sus colores, sus pegatinas…y la faz de fastidio de muchos padres que no podían costeárselo. Alcanzaba los 45 kilómetros por hora, el más rápido del mercado, y se sentía importante cuando veía el despliegue de medios publicitarios que había precedido a su puesta en venta.
Durante algún tiempo lo fue todo, ahora no era absolutamente nada. Ya en el almacén de la fábrica de juguetes había oído a Don Celso, el encargado, hablar de la tristeza que le producía recordar su infancia, en la que un juguete era un compañero, un tesoro y un recuerdo imborrable.
“Ahora- decía- los juguetes salen de aquí con fecha de caducidad. Los niños se entusiasman por ellos justo el tiempo que tardan en recibir otros nuevos. Es así, así lo exige la nueva economía; hay que crear necesidades de manera permanente y continua, o todo se va al carajo. Ya no caben ni la ilusión por tener algo, ni el tesón por conseguirlo, ni el aprecio por el esfuerzo que cuesta llegar a tenerlo. Es necesario que el apego a las cosas caiga en la más rotunda amnesia, que la insatisfacción material sea insaciable y que nuestros anhelos siempre se encuentren un paso por delante”.
Los más jóvenes del almacén lo escuchaban como quien oye llover, mientras mandaban un SMS en un lenguaje ininteligible, y endulzaban la pesadez que les provocaba aquel hombre, seguramente venido de otro planeta, con la certeza de que le quedaban dos meses en el puesto de trabajo. Porque a Don Celso, de 62 años de edad y 37 de antigüedad en la empresa, lo prejubilaban. Sus trienios hacían que su sueldo estuviese “fuera de mercado”, según un tío de traje bastante parecido al padre de Rodrigo. Después de tantos años, desvelos y arrimar el hombro en los malos tiempos, tenía que coger la puerta y largarse con una paga que no llegaba al 60% de lo que ganaba trabajando. La nueva economía, que jubilaba a Don Celso. La misma que iba a jubilarle a él; aunque aún no lo sabía.
Los primeros tiempos con Rodrigo y el pequeñín, Gerardo, fueron inolvidables. Corría todo lo que podía por las calles de la urbanización cerrada mientras un tropel de niños le perseguían sin alcanzarle. Era el rey del Mundo, y Rodrigo también. A él concretamente, que los padres prestasen tan escasa atención a los niños le venía de perlas. Andaba con ellos todo el rato, era su juguete. Se dormía feliz mientras sus pilas eran recargadas por la noche, acumulando toda la energía que él estaba dispuesto a derrochar a raudales para hacer feliz a su amigo, su compañero. A veces había visto el baúl abierto, y en él tantos juguetes en apariencia nuevos. Le llamaba la atención el tema, y en cierto modo le intranquilizaba, pero no se preocupaba demasiado porque entendía poco de otros juguetes, y él estaba convencido de haber sido hecho para darlo todo a cambio de muy poco, para hacer feliz a un niño.
Pronto oyó hablar de la Navidad. Se puso muy contento; todo juguete sabía que aquella era la época en la que se convertía en señor de las casas, las tiendas y los escaparates. Pero sus diminutos engranajes empezaron a rechinar cuando Rodrigo hablaba con su hermano de las novedades que vendrían de la mano de los Reyes Magos, con las que pensaba jugar día y noche. Supuso que tendría que compartir su tiempo con otros, pero tampoco se preocupó.
Durante algún tiempo lo fue todo, ahora no era absolutamente nada. Ya en el almacén de la fábrica de juguetes había oído a Don Celso, el encargado, hablar de la tristeza que le producía recordar su infancia, en la que un juguete era un compañero, un tesoro y un recuerdo imborrable.
“Ahora- decía- los juguetes salen de aquí con fecha de caducidad. Los niños se entusiasman por ellos justo el tiempo que tardan en recibir otros nuevos. Es así, así lo exige la nueva economía; hay que crear necesidades de manera permanente y continua, o todo se va al carajo. Ya no caben ni la ilusión por tener algo, ni el tesón por conseguirlo, ni el aprecio por el esfuerzo que cuesta llegar a tenerlo. Es necesario que el apego a las cosas caiga en la más rotunda amnesia, que la insatisfacción material sea insaciable y que nuestros anhelos siempre se encuentren un paso por delante”.
Los más jóvenes del almacén lo escuchaban como quien oye llover, mientras mandaban un SMS en un lenguaje ininteligible, y endulzaban la pesadez que les provocaba aquel hombre, seguramente venido de otro planeta, con la certeza de que le quedaban dos meses en el puesto de trabajo. Porque a Don Celso, de 62 años de edad y 37 de antigüedad en la empresa, lo prejubilaban. Sus trienios hacían que su sueldo estuviese “fuera de mercado”, según un tío de traje bastante parecido al padre de Rodrigo. Después de tantos años, desvelos y arrimar el hombro en los malos tiempos, tenía que coger la puerta y largarse con una paga que no llegaba al 60% de lo que ganaba trabajando. La nueva economía, que jubilaba a Don Celso. La misma que iba a jubilarle a él; aunque aún no lo sabía.
Los primeros tiempos con Rodrigo y el pequeñín, Gerardo, fueron inolvidables. Corría todo lo que podía por las calles de la urbanización cerrada mientras un tropel de niños le perseguían sin alcanzarle. Era el rey del Mundo, y Rodrigo también. A él concretamente, que los padres prestasen tan escasa atención a los niños le venía de perlas. Andaba con ellos todo el rato, era su juguete. Se dormía feliz mientras sus pilas eran recargadas por la noche, acumulando toda la energía que él estaba dispuesto a derrochar a raudales para hacer feliz a su amigo, su compañero. A veces había visto el baúl abierto, y en él tantos juguetes en apariencia nuevos. Le llamaba la atención el tema, y en cierto modo le intranquilizaba, pero no se preocupaba demasiado porque entendía poco de otros juguetes, y él estaba convencido de haber sido hecho para darlo todo a cambio de muy poco, para hacer feliz a un niño.
Pronto oyó hablar de la Navidad. Se puso muy contento; todo juguete sabía que aquella era la época en la que se convertía en señor de las casas, las tiendas y los escaparates. Pero sus diminutos engranajes empezaron a rechinar cuando Rodrigo hablaba con su hermano de las novedades que vendrían de la mano de los Reyes Magos, con las que pensaba jugar día y noche. Supuso que tendría que compartir su tiempo con otros, pero tampoco se preocupó.
Nunca llegó a pensar que el desamor pudiese ser tan repentino. Un día, el mismo día de Reyes, tuvo la sensación de ser invisible. Supo que su posición había sido robada por un aparatejo extraño y poliédrico llamado “PlayStation”. Pasaron los días y su desamparo fue en aumento; los niños ni le miraban, hipnotizados como estaban ante el televisor y todo lo que aquella cosa era capaz de hacerles ver y vivir en la pantalla. Pero lo peor llegó el día en que peleándose por el mando del cacharro negro con su hermano, Rodrigo echó a correr por la habitación y le pisó, tronchándole un alerón delantero. Le dolió mucho, pero le dolió aún más la breve e indiferente mirada del niño, que se dio la vuelta sin más para seguir atento a la pantalla, mientras Gerardo lloraba por el abuso.
Fue aquella noche, al recoger, cuando la madre ordenó a la chica que metiese al juguete jubilado en el arcón, del que ya no salió. Ahora, roto por fuera y destrozado por dentro, comprendió las palabras de Don Celso, otro jubilado. Veinte días después de aquello, sus pilas empezaron a sulfatarse y a corroer sus entrañas, haciendo su pena más ácida. Todo juguete eléctrico sabía que la sulfatación de sus baterías indicaba el principio de un camino que acababa en el cubo de la basura. El fin de una vida breve, destinada a dar felicidad a alguien y terminada por su insensible desafecto.
Entonces, mientras el ácido sulfúrico lo agujereaba, con una impiedad pareja a la que su niño había tenido con él, supo que los juguetes también lloraban. Lloró, aunque sin lágrimas, porque en su cuerpo brillante no las había. Lloró retorciendo sus servos por última vez. Gritó accionando sus ya débiles ruedas traseras, en un mecánico y desesperado aullido por recordar a quien pudiera oírle que todavía estaba allí.
Lloró y deseo ir con Don Celso.
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