miércoles, 27 de enero de 2010

MENUDAS HISTORIAS (II): LA CONQUISTA DEL SUR

Existen muchas epopeyas en la historia de la Humanidad; unas han sido relatadas, otras no. Cuando a cualquiera se le pide un ejemplo sobre la ocupación y colonización de una tierra hostil e inexplotada por parte de un grupo humano, es más que probable que lo primero que le venga a la cabeza sea la llamada “conquista del oeste”, que llevaron a cabo los colonos norteamericanos en siglo XIX.

Nosotros, aquí en España, tenemos la nuestra, nuestros héroes anónimos y una de las más grandes historias menos contadas: la conquista del sur, la colonización de las tierras castellanas, vascas y riojanas que siguió al surgimiento del reino de Asturias tras la invasión musulmana. Los nuestros no se llamaban “Mc Cahan”, no iban en carretas, ni peleaban con indios; se llamaban Lebato, Muniadona, Vítulo o Ervigio, llegaron a pie al desierto del Duero y hubieron de levantar, cada año, durante muchos y con el mismo esfuerzo, lo que periódicamente les arrasaban las “razzias” moras. La historia de una ilusión de libertad y auto superación de la que se sabe poco, porque no se cuenta. Una historia que nos demuestra que la Reconquista se hizo con la azada tanto o más que con la espada.

Estamos en el siglo VIII, alrededor del 740. Las luchas internas en el bando musulmán, recién instalado en la península, provocan que los territorios fronterizos con el incipiente Reino de Asturias vayan quedando despoblados y huérfanos de guarniciones. Tan sólo unos pocos caciques bereberes aguantan en esta tierra. El primer Alfonso de Asturias no desaprovecha la oportunidad: diezma los ya escasos destacamentos musulmanes y se trae hacia el Norte a los pobladores cristianos oprimidos. Las llanuras al sur del reino quedan prácticamente despobladas. Es el llamado “Desierto del Duero”, pantalla defensiva contra los invasores, que se encuentran con una extensa zona en la que las incursiones hacia el Norte resultan muy complicadas por la falta de poblaciones en las que aprovisionarse.

Así será durante unos 50 años. Hacia comienzos del siglo IX algunos valientes se aventuran hacia el sur. Las primeras tierras colonizadas son las partes bajas de Cantabria, el noroeste de Burgos y el oeste de Álava. Hacia ellas, encaminan sus pasos un puñado de soñadores que anhelan dos cosas: libertad y propiedades. Para ellos, el terruño que esperan conseguir, y la donación a su estirpe constituyen razón suficiente para desafiar al moro, que raramente se presenta en expediciones organizadas, pero que tiene elementos flotantes y nómadas que patrullan el territorio con el único objeto de destruir, arrasar, pillar y matar.

Son colonizaciones espontáneas, caravanas de campesinos armados con carros tirados por bueyes y pequeños ganados: Hombres, mujeres, niños de todas las edades y por supuesto, monjes. Estos pioneros marcan la tierra que desean poseer (“presura” se llamaba la institución) y la poseen mientras puedan labrarla (“escalio”, que es lo que otorga la propiedad).

Van apareciendo pequeños núcleos urbanos, rodeados de tierras labradas y pequeñas propiedades de hombres libres, casi siempre en torno a un monasterio, iglesia o convento. ¿Murallas? Nada, los bosques son el único refugio del colono, a los que huye con toda su familia y todo lo que pueda acarrear cuando viene el moro a ponerlo todo patas arriba, incendiar las cosechas y matar al ganado. Vuelta a empezar, el espíritu indomable del pionero, su afán de poseer y ser libre es más fuerte que el miedo. La búsqueda de un sitio en el Mundo tiene en la Baja Edad Media española un exponente tan bello como ignorado, el valor de aquellas gentes entregando su vida a un viaje de final impredecible sólo puede entenderse por eso tan humano como es la persecución de la propia felicidad, el afán de ser alguien, de construir algo y donarlo a quien te sucede. Aquellas llanuras peladas con sus cicatrices de surcos daban testimonio de que la Libertad es el valor más preciado del hombre, suficiente como para poner en juego la vida.

Y a fe que lo van a conseguir. En el reinado de Alfonso II el Casto la corona empieza a poner espadas, lanzas y caballos alrededor de aquellos héroes y sus herederos. Encomiendan a los nobles el control y defensa de aquellos territorios, nacen plazas fuertes, castillos y pequeñas fortificaciones que protegen el trabajo y el espíritu de muchos hombres libres. Libres, porque aunque se ignore y no se divulgue, la España del siglo IX es el primer lugar de Europa en el que los poseedores de la tierra eligen señor, limitan su poder y cambian de protector cuando les conviene. Y es el propio rey quien sanciona tanto libertad como propiedad; es él quien otorga a pueblos y villas el estatuto inviolable de ciudades libres a aquellas comunidades que 70 u 80 años antes habían sido una semilla de cochambrosos chamizos por el solo impulso de un puñado de valientes. Se guardan escritos de donaciones de tierra en propiedad, como la de Alfonso II a la villa y villanos de Valpuesta. Y hay textos literales tan reveladores como la concesión de la presura de Valdoré a la familia Purello por parte del rey Ordoño “para que la tengáis vos y vuestros hijos y la posea vuestra progenie hasta el fin de los siglos con potestad de venderla o donarla”.

Nace un país nuevo en una tierra renovada, poblada por gente que ha conquistado una vida para sí que también es nueva. Y la fuerza de lo nuevo toma forma, la antes denominada Vardulia se va poblando de castillos, torreones y almenas que pondrán nombre al lugar donde unos pocos llevaron a cabo una hazaña inmortal:”Al- Quilé” o “Cuastalla” la empezaron a llamar los moros. Castilla es el nombre por el cual la conocemos nosotros.

Aquel enclave construido con el arrojo y el tesón de quienes se sabían con derecho a recuperar lo que otros habían quitado a sus ancestros comienza a ser lugar de peregrinación, cobijo y promisión. Son muchos los habitantes del norte que bajan en busca de una nueva vida en libertad, pero también multitud los que hacen petate y llenan de mozárabes la nueva oportunidad desde el Sur, huyendo de la represión religiosa del califato (sí, sí, represión, porque pocas cosas son tan falsas y han sido tan injustamente mitificadas en nuestra Historia como la presunta tolerancia musulmana a los cristianos).

Finalmente y en el siglo X, Fernán González se convertiría en el primer condestable de Castilla y le daría una entidad política propia separada del reino asturiano. Nacía un nuevo reino. Uno de los principales alféreces de Fernán, Aznar Íñiguez de Huarte- Mendicoa (protagonista del bellísimo Cantar de Arriaga) lucía en su espada la leyenda “Jaungoicoa eta Gaztela”, Dios y Castilla, en euscárico antiguo, dejando de relieve que en colonos y hombres de armas, Castilla (y por tanto España) fue una empresa en la que los vascos tuvieron mucho que decir.

El resto es Historia, bella e intensa, y Vds, si pasaron por el colegio hace más de quince años, ya la conocen.

No hay comentarios:

Publicar un comentario